Mateo me miraba fijo, con una intensidad que daba miedo.
Tragó saliva, y después de un rato, habló en voz baja:
—Si te portas bien, no te voy a gritar.
Dicho esto, me tapó otra vez con la sábana, agarró la toalla y se iba a ir.
Me apuré y lo abracé por detrás.
Apoyé la cara en su espalda y, con la voz ronca, le pedí bajito:
—No quiero un doctor. Con que tú me cuides, me basta... Mateo, ¿puedes cuidarme tú, solo esta vez?
Cuando uno está enfermo, el corazón se pone más blando, y hasta la voz suena más débil, como pidiendo ayuda.
¿Y si se burlaba de mí?
Sabiendo que estaba tan mal, ¿cómo se me ocurre pedirle a un empresario egoísta como él que me cuide? Y más sabiendo que me desprecia.
Pero ya me daba igual. No podía dejar que llamara a un doctor.
Mateo se quedó callado dos segundos, luego me quitó las manos y se volteó para mirarme.
Me preguntó:
—¿Si yo te cuido, me vas a hacer caso?
Asentí rapidito.
Él dijo:
—Entonces quédate en la cama y no te muevas más.
Apenas lo oí, me acurruqué d