Capitulo 3

Lejos de lo que todos pensaban, Samuel Anders no siempre había sido el hombre poderoso, elegante y envidiado que todos conocían. 

Antes de los trajes de diseñador, antes de los autos negros y las reuniones de negocios en los pisos más altos de Livor, había sido un muchacho frágil, enfermo y con demasiados sueños rotos.

Había crecido en un barrio marginal, donde la vida valía poco y los días se medían entre el hambre y la violencia. 

Los niños lo golpeaban por ser débil, los adultos lo despreciaban por no tener nada, y la vida lo empujaba una y otra vez hacia el abismo. 

Pero él nunca dejó de mirar hacia arriba. Hacia las luces de la ciudad que, desde su techo de láminas, parecían estrellas demasiado lejanas.

Y entonces, la tragedia de los Klein cambió su destino.

Aquella noche había humo, gritos y disparos. Samuel, apenas un joven delgado y débil, corrió sin pensar. Encontró a Anthony Klein

herido, sangrando, intentando proteger a su esposa y a una niña pequeña escondida tras el sofá: Alía. 

Sin dudarlo, Samuel se interpuso, llamó a la policía, los cubrió con su propio cuerpo hasta que llegaron los refuerzos. 

Aún recuerda el miedo en los ojos de la pequeña, su llanto silencioso, y cómo su pequeña mano temblorosa se aferró a la suya.

Esa noche marcó el inicio de todo.

Anthony, agradecido, quiso adoptarlo, pero Samuel ya era mayor. Aun así, lo ayudó: le dio estudios, techo, oportunidades. Lo introdujo en el mundo de los negocios, lo rodeó de gente de prestigio, lo empujó hacia una vida que jamás imaginó tener.

Pero ni los años, ni el dinero, ni la fama borraron su humildad. 

Cada vez que miraba su reflejo, seguía viendo al muchacho delgado del barrio, al que aprendió que el dolor también podía convertirse en fuerza.

Y entre todas las cosas que había ganado, solo una lo mantenía atado al pasado: Alía Klein.

La había visto crecer, convertirse en una mujer hermosa, decidida, tan brillante que a veces dolía mirarla. 

Sabía que amarla era un error. Que ella era la hija del hombre que lo había salvado. 

Pero ¿cómo se lucha contra algo que te da vida cada vez que te mira?

Le encantaban todas sus expresiones: la mueca de fastidio, la sonrisa traviesa, los ojos que brillaban cuando se enfadaba. 

Era un caos perfecto. Su caos.

—Esa chica es mi orgullo —dijo Anthony, con una sonrisa que se le escapaba en cada palabra—. Tiene diecinueve años y ya es una de las mejores actrices de su generación.

El orgullo en la mirada del hombre se reflejó también en la de Samuel. 

Anthony rio y lo codeó amistosamente. 

—¿Disfrutaste la fiesta?

—Claro —respondió Samuel, soltando un suspiro—. Y más porque estaba mi pequeña allí.

Ambos se encontraban en el despacho de la casa, revisando unos documentos. Pero la conversación pronto se tornó personal.

Anthony dejó los papeles a un lado y se dejó caer en el sofá. 

—Samuel, sabes que Mía y Alía son todo lo que tengo. Daría lo que fuera por verlas bien. Me aterra que algún día llegue un desgraciado y le haga daño a mi hija.

Samuel sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Apretó la mandíbula. 

—Lo entiendo, Anthony.

—No, no lo entiendes —replicó el mayor, mirándolo fijamente—. Por eso te pedí que te casaras con ella. Eres un hombre digno de admiración. Saliste de la nada, eres responsable, honesto. Sé que cuidarás de ella.

Samuel bajó la mirada, incómodo. Sabía que Alía lo odiaba. Y, aun así, había aceptado. No por conveniencia, no por dinero. Por ella. 

Porque, aunque no lo dijera, la amaba.

—No la estamos obligando, Samuel —dijo Anthony, suavizando el tono—. Alía es terca y desconfiada, pero en el fondo le gustas. Solo necesita tiempo. Casarse contigo será la mejor decisión de su vida.

Samuel no dijo nada. El silencio lo ahogó por dentro. 

En ese momento comprendió algo que lo aterrorizó: el amor también puede ser egoísta. 

Porque quería tenerla, aunque fuera a costa de su libertad.

—Claro que me casaré con Alía —dijo finalmente, firme, con una voz que tembló más de lo que quiso—. La haré la mujer más feliz del mundo. No te decepcionaré, Anthony.

Los preparativos comenzaron esa misma semana. 

La casa Klein estaba llena de flores blancas, de diseñadores, fotógrafos y una atmósfera tan sofocante que Alía sentía que se ahogaba.

—¿Estás bien, Alía? —preguntó Sofía Michel, su mejor amiga, mientras la ayudaba a elegir telas para el vestido.

—¿En serio me preguntas eso? —respondió ella, con una risa cargada de rabia—. Esto es una m****a, Sofía.

—Tranquila, amiga… Samuel es—

—¡Basta con eso! —la interrumpió, alzando la voz—. En los últimos días, solo escucho halagos para el gran y valeroso Samuel Anders.

Sofía bajó la mirada. Sabía que nada qué dijera cambiaría su ánimo. 

Alía, por su parte, caminó hasta el balcón. Miró hacia abajo, el jardín lleno de luces y preparativos. Por un instante, pensó en saltar solo para huir de todo eso.

—Alía —la voz de su madre la sacó de sus pensamientos—, Samuel, te espera en la sala.

Ella se hundió en el sofá. 

—Dile que ayer fue mi entierro.

Sofía soltó una carcajada ahogada. 

—Eres terrible.

—Y tú una mala amiga por no ayudarme a escapar.

Mía entró con el ceño fruncido. 

—Alía, compórtate. Samuel ha venido a verte.

Sin más opción, la joven suspiró, se alisó el vestido y bajó las escaleras. Cada paso le pesaba.

Allí estaba él. 

De pie, impecable como siempre, con esa sonrisa serena que la desarmaba, aunque no quisiera admitirlo.

—Buenos días, Alía —dijo Samuel, con una voz grave y amable.

—Buenos días —respondió ella, seca.

—Te ves hermosa —añadió él.

—Gracias —contestó, sin mirarlo—. ¿Y bien, señor Anders?

Samuel rio suavemente. 

—Solo dime Samuel.

Esa calma suya la desconectaba. Cualquier otro hombre habría perdido la paciencia ante su actitud, pero él no. 

Eso, de alguna forma, la irritaba más.

—Samuel —dijo finalmente—, ¿cuánto te ofreció mi padre?

Él frunció el ceño, sorprendido. 

—¿Perdón? Tu padre no me ofreció nada.

—Entonces, ¿por qué aceptaste casarte conmigo? —exigió ella, con un tono entre furia y dolor.

Samuel guardó silencio unos segundos. Luego, con voz baja, respondió: 

—Mis razones son personales.

—¿Estás jugando conmigo? ¿Qué es lo que pretendes?

Él soltó un suspiro, su porte volvió a ser el del hombre de negocios, pero sus ojos hablaban de algo más. 

—No pretendo nada. Solo quiero que estés bien. Pídeme lo que quieras, y lo haré.

—Termina con este compromiso.

El silencio se volvió pesado. 

Samuel la miró con un brillo herido en los ojos. 

—Haré todo por ti… menos eso.

Alía sintió la garganta cerrársele. Dio media vuelta y subió las escaleras, pero antes de que pudiera alejarse, sintió su mano fuerte en su cintura.

—Alía, espera —murmuró él.

—¿Qué quieres? —gruñó, sin mirarlo.

—Solo… dame una oportunidad. —Samuel sostuvo su rostro con suavidad—. Eso es lo único que te pido.

Ella se quedó paralizada. Los ojos azules de él eran un océano imposible de ignorar. 

Por un instante, quiso gritarle, pero el corazón le traicionó.

—Nos vemos el día de la boda, señor Anders —murmuró, apartándose de él y huyendo hacia su habitación, con el rostro completamente rojo.

Samuel sonrió. 

Porque por primera vez, ella había temblado.

Y eso bastaba para mantener viva su esperanza.

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