Alex avanzaba por los pasillos con pasos rápidos, cada músculo de su cuerpo tenso, cada latido en su pecho golpeando como un tambor de guerra. Su respiración era pesada, cargada de rabia, y sus puños se cerraban una y otra vez como si en cualquier momento fueran a estallar contra alguien. Recordar las marcas en la piel de Eva, aquellas huellas de dolor que nunca debieron existir, lo llenaba de una furia que lo consumía.
Giró a la izquierda, dispuesto a encontrar respuestas, y de pronto se detuvo en seco. Ante sus ojos, Kevin emergía de una de las habitaciones del lujoso departamento. Una mujer hermosa, alta, de figura delicada, lo acompañaba. Sus risas y el murmullo de palabras privadas llenaron el pasillo, como una afrenta directa a todo lo que Alex sentía en ese momento.
La sangre le hirvió. El coraje se mezcló con un odio visceral, y antes de pensarlo gritó:
—¡Kevin, eres un maldito imbécil!
Kevin giró la cabeza con calma, como si el insulto no le afectara. Al enfocar la mirada y r