La mañana se levantó gris, con las nubes bajas raspando los cristales de la ciudad como dedos inquisidores. Para Débora Park, eso era ruido de fondo; su mente ya llevaba horas rumiando una idea que la consumía desde hacía días: debía ir a hablar con esa mujer. No podía seguir con esa maldita duda que la consumía. Debía de proteger a su hijo. Necesitaba certezas, quería explicaciones.
Llamó a la oficina con voz fría y ordenó: que averiguaran dónde estaba su hijo. La secretaria la confirmó que Kevin estaba en la oficina; el chofer esperaba en la entrada de la mansión listo para llevarla. Débora bajó con su abrigo de paño perfectamente planchado y esa expresión de señora que siempre sabe exactamente lo que quiere. Subió al coche, marcó el ritmo con las uñas y ordenó que la llevaran al departamento de su hijo.
El vehículo se detuvo frente al edificio. Débora descendió con paso calculado; sus tacones golpearon el borde de la acera con precisión militar. Indicó al chofer que esperara y, sin