El vapor todavía flotaba en el aire cuando Aria salió del baño, envuelta en una toalla y con el cabello húmedo pegado a la espalda. La habitación estaba tibia y tranquila, iluminada apenas por la lámpara de la mesa de noche. Acercó la mano a la cama, donde el uniforme descansaba perfectamente doblado: la camisa negra con ribetes rojos en el bolsillo y la pollera tubo a juego, ceñida y elegante.
La tela del uniforme tenía un peso simbólico que ella sentía cada vez con más nitidez. Ponérselo era como afirmar, contra toda una vida de dudas, que ella sí pertenecía a un lugar así.
Se vistió con cuidado, ajustándose la pollera y acomodando la camisa hasta que quedara perfectamente alineada. Cuando terminó, se miró al espejo: aún había algo frágil en ella, sí, pero también un brillo nuevo. Una pequeña seguridad que antes no sabía que tenía.
Al salir al comedor, encontró a Sophie sirviendo dos vasos de jugo y un plato de sándwiches de jamón y queso recién tostados.
—¡Qué puntualidad! —exclamó