El eco del silencio seguía latente en los pasillos de la mansión cuando Mikhail Baranov avanza. Sus pasos eran firmes, pesados, y cada pisada retumbaba como una sentencia. Veronika seguía allí, con el maquillaje corrido, los ojos hinchados por el llanto y los labios temblorosos por la ira y la humillación. Pero lo que más la quebraba era ese silencio. Ese maldito silencio que Mikhail siempre utilizaba como escudo, como cuchilla, como castigo.
Él la observó por un segundo. No más. Y caminó directo hacia el bar. Vertió whisky en un vaso sin hielo. Se lo llevó a los labios con la misma tranquilidad con la que otros respiran. Solo entonces habló.
—¿Terminaste de montar tu circo?
La voz de Mikhail era baja, grave, pero tenía ese filo afilado que rompía más que cualquier grito.
Veronika apretó los puños.
—¿Terminaste tú? —replicó con amargura—. ¿Terminaste de ignorarme? ¿De humillarme? ¿De dejarme frente a todos como una idiota mientras tú desapareces sin decir una palabra?
Mikhail dio un t