La nieve caía con una calma casi burlona sobre Moscú. Afuera, la ciudad dormía bajo un manto blanco, pero dentro de la Mansión Baranov, nada estaba en calma. Eran las cinco de la mañana cuando las puertas se abrieron. Mikhail entró, con el abrigo oscuro cubierto de copos de nieve que se derretían lentamente al contacto con el calor del recibidor. Viktor y Dimitri lo siguieron unos pasos detrás, pero al ver la figura que los esperaba al pie de la escalera, se detuvieron.
Veronika.
Vestía un camisón de seda burdeos que contrastaba con la palidez de su rostro. El maquillaje estaba corrido, como si no hubiese dormido o como si hubiese llorado en silencio durante horas. Pero no había silencio en ella ahora. No más. Caminó hacia él con los tacones golpeando el mármol, como latidos furiosos que anunciaban la tempestad.
—¿¡Dónde estabas!? —escupió con una voz quebrada que no ocultaba la desesperación—. ¡Toda la gala preguntó por ti! ¡Y yo tuve que quedarme allí, sonriendo, fingiendo que era n