La mansión Baranov se mantenía en un inquietante silencio, como si incluso sus muros sintieran la tensión que se respiraba en el ambiente. El crepitar de la chimenea rompía aquel mutismo, llenando la amplia sala con el chasquido del fuego devorando la madera seca. Las llamas danzaban con furia, arrojando sombras temblorosas sobre los muros de piedra y la alfombra bordada de rojos y dorados.
Alexandra estaba allí, de pie, como un espectro elegante en medio del lujo frío de la mansión. Su abrigo oscuro colgaba aún de sus hombros, sus botas relucientes aún mojadas por la nieve que había cruzado. Pero más helado que el invierno de Moscú era el aire que la separaba de Mikhail Baranov.
Él se acercó lentamente. Su andar era como el de una bestia contenida, su rostro una máscara de control apenas sostenida por una cuerda demasiado delgada.
—¿Qué tienes con Antonov? —preguntó sin rodeos, el hombro de de Alexandra tiembla ligeramente.
La voz de Mikhail cortó el aire como un cuchillo. Grave.