La puerta pesada se cerró a espaldas de Alexandra con un eco sordo, como un juicio sellado. El clic del cerrojo fue casi imperceptible, pero en la atmósfera cargada de aquel lugar, resonó como una sentencia. Sus tacones resonaron sobre la madera oscura del piso mientras sus ojos se ajustaban a la penumbra. Solo una lámpara colgante de cristal, derramaba una luz dorada sobre una mesa de roble y cuero, rodeada por sillones amplios que parecían devorar a quien se atreviera a sentarse.
El humo de un habano recién apagado flotaba aún en el aire, mezclándose con el aroma a whisky caro y madera. Era un lugar que no existía para cualquiera. No había nombres en la entrada, ni llaves, ni testigos. Solo poder, envuelto en sombras.
Y él, por supuesto.
Mikhail Baranov estaba de espaldas a ella, contemplando la ciudad a través de los ventanales ahumados. Moscú se extendía como una fiera dormida, sus luces parpadeando como el aliento de algo peligroso. El traje negro que llevaba parecía absorber