La noche había caído en Barcelona con su acostumbrado encanto mediterráneo, envolviendo la ciudad en una mezcla de calma y nostalgia. El aire era suave, la brisa acariciaba los balcones antiguos de la Residencia Fort como si quisiera susurrar secretos al oído de quien supiera escucharlos.
Alexandra Morgan yacía sobre la amplia cama de su habitación, envuelta en una sábana blanca que contrastaba con su piel cálida. El cuarto estaba sumido en una penumbra plateada, gracias a la luz de la luna que se filtraba por la ventana abierta. En silencio, su mirada se posaba en el cielo estrellado, tan profundo y misterioso como aquel hombre que se había incrustado en su alma sin permiso.
Su mano se alzó lentamente, como si flotara, y con la yema de sus dedos tocó sus propios labios. Una caricia casi etérea, apenas un roce, pero en su mente no era suya aquella mano. Era de él. De Mikhail Baranov.
—Mikhail… —susurró con los ojos cerrados, como si al nombrarlo lo invocara desde miles de kilómetro