La música del bar era suave, casi imperceptible, como un murmullo que se arrastraba entre las sombras de la noche. Las luces cálidas apenas rozaban los rostros de los pocos clientes, mientras el humo de los habanos se mezclaba con la intensidad de las miradas. Al fondo, en un reservado apartado del resto del lugar, Mikhail Baranov se encontraba recostado en un lujoso sofá de cuero oscuro, con una copa de whisky en la mano. La media sonrisa en sus labios era tan peligrosa como la forma en que su mirada azul, tan gélida como el acero, analizaba cada detalle que pasaba por su mente.
Llevaba una camisa negra ajustada y la chaqueta perfectamente entallada sobre los hombros, sin abotonar. El hombre no solo imponía respeto con su presencia, sino que también exudaba un magnetismo oscuro que, para cualquier alma desprevenida, podía parecer adictivo.
Pero Mikhail no estaba ahí por ocio.
Estaba planeando.
Mientras el hielo tintineaba en su vaso, sus pensamientos eran una danza entre estrateg