La tarde se deslizaba lenta, pesada, como si el mundo entero se hubiera detenido en ese rincón de la casa. Brooke estaba en su habitación, sentada junto a la ventana entreabierta. Tenía un libro abierto sobre las piernas, aunque hacía rato que no pasaba de la misma página. Su mente no estaba allí. No del todo.
El murmullo lejano de la televisión en el salón y el sonido de la lluvia suave contra el cristal le daban una extraña sensación de aislamiento. Y, sin embargo, no era del todo incómodo. Era… necesario.
Una suave llamada a la puerta interrumpió sus pensamientos.
—¿Brooke? —la voz de Lía sonaba tranquila, como quien mide el terreno antes de entrar.
—Pasa —respondió ella, dejando el libro a un lado.
Lía entró despacio, con esa forma suya de no invadir nunca, de respetar el espacio sin hacer que una se sintiera sola. Traía dos tazas de té, que dejó sobre la mesilla antes de sentarse en el borde de la cama.
—Te noto muy callada hoy.
Brooke soltó un leve suspiro.
—Estoy... procesando.