El despertador sonó cuando aún el cielo estaba cubierto de sombras. Brooke abrió los ojos sin sobresalto; ya estaba despierta mucho antes de que la alarma sonara. Los turnos de urgencias habían afinado su reloj interno a un nivel casi quirúrgico.
Se incorporó en la cama y dejó escapar un suspiro. Era lunes, lo cual significaba un turno completo en el hospital. Y aunque su cuerpo sentía el cansancio acumulado, su mente agradecía esas horas de trabajo donde todo se reducía a una sola cosa: salvar vidas.
Era un espacio donde no cabían recuerdos, ni rencores, ni heridas del pasado.
Se duchó en silencio, se vistió con el uniforme blanco inmaculado que colgaba en su armario. Frente al espejo, recogió su cabello en un moño pulcro. Las cicatrices en su mejilla y mandíbula seguían allí, marcando su historia. Pero hacía tiempo que había dejado de cubrirlas.
Formaban parte de ella, como todo lo demás.
Al bajar a la cocina, el reloj apenas marcaba las seis de la mañana. No esperaba encontrar a na