Habían pasado tres años.
Mil cien días de vacío.
Mil cien amaneceres sin su voz, sin sus brazos, sin su mirada clavándose en la suya como un ancla en mitad del caos.
Brooke había contado cada uno de ellos.
Al principio con desesperación, después con furia, y más tarde... con una frialdad que había aprendido a vestir como una segunda piel.
Los golpes de la vida no la habían matado. No todavía.
Pero la Brooke que se miraba ahora al espejo ya no era la misma chica que había llorado abrazada a un anillo en una habitación de hospital.
Era otra.
Más fuerte. Más dura. Más letal.
Y eso también se veía en su rostro.
Las cicatrices surcaban su mejilla izquierda y parte de la frente, finas pero visibles. Marcas de un enfrentamiento del que nunca hablaba. Del que nadie en su entorno osaba preguntar. Solo Lía y Aaron sabían parte de la historia. Solo ellos la habían visto volver a casa ensangrentada, con la mirada vacía, semanas después de aquel ataque.
Había sido en uno de los momentos más oscuro