El murmullo de voces es lo primero que escucho cuando entramos al salón. Un zumbido constante, como un enjambre de curiosidad, que se detiene apenas un segundo cuando Alexander y yo cruzamos el umbral. No necesito verlos a todos para sentirlo. La manera en que las miradas se clavan en nosotros es tan evidente que se me encoge el estómago.
Charlotte está en el centro de todo, radiante en un vestido color champán, con esa postura altiva que parece ordenarle al mundo inclinarse ante ella. A su lado, Alexis, el padre de Alexander, tiene un porte más sobrio, menos ostentoso, pero no por eso menos intimidante. Sus ojos oscuros se detienen en mí apenas un instante, evaluándome como quien examina un diamante que no está seguro de si es auténtico o falso.
Mi respiración se vuelve más corta. Siento que cada paso que doy al lado de Alexander es una prueba, un desfile sobre un escenario del que no he ensayado ni una línea.
Las conversaciones se reanudan poco a poco, pero con un matiz distinto. Ca