El cálido sabor del vino se desliza por mi garganta, dejando un rastro suave y persistente que me obliga a cerrar los ojos por un instante. Los abro para sumergirme desde mi posición en el salón lleno de murmullos y risas contenidas que se hace un poco más ajeno después de superar la cena. Alexander ha desaparecido hace unos minutos, escaleras arriba, y yo me quedé aquí, sola, intentando mantener el equilibrio entre la curiosidad por su mundo y la incomodidad que aún me producen las miradas furtivas de su familia.
Entonces escucho pasos firmes acercándose. Me giro con discreción y veo a Alexis, el padre de Alexander. Su porte se impone en el espacio, no tanto por su estatura como por la dureza de su expresión, una mezcla de frialdad y juicio constante. Sin embargo, no es tan obvio como su esposa. Me esfuerzo en mantenerme erguida, como si no existiera ni una ligera inseguridad en mí.
—¿Cómo te has sentido? —pregunta él, con una voz grave, sin adornos, como quien interroga en vez de co