Cuando finalmente Alexander aparca frente a la residencia, siento cómo el aire se vuelve más denso. El sol de la tarde baña la fachada de la casa con destellos dorados, iluminando cada ventana francesa y resaltando la elegancia sobria de la piedra clara. Georgica Pond queda a la distancia. Más que una residencia, Alexander le había dicho que es una finca. A pesar de la belleza del lugar, no puedo ignorar la tensión que irradia de Alexander. Su mandíbula se aprieta con cada segundo que pasa, y cuando apaga el motor, el silencio entre nosotros se convierte en un muro impenetrable.
Bajo del coche, alisando con las manos nerviosas la falda de mi vestido cuando bajo del todoterreno y me planto bien con los malditos tacones que tuve que ponerme. Apenas he dado un paso, cuando su voz, fría y cargada de advertencia, me detiene.
—A todas reglas eres mi prometida —declara, clavando sus ojos en los míos—. No lo arruines, Nicole. Si mi padre descubre nuestro trato, es capaz de exhibirme con Kamal