Los guardias de seguridad de Alexander King se llevaron a Alan arrastrándolo por el pasillo. La impotencia lo enloqueció por completo.
—¡Me las vas a pagar, imbécil! ¡No sabes con quién te estás metiendo! —gritó con la voz desgarrada, sus palabras rebotando en los muros del hospital.
Alan me miró con furia, su rostro un espejo de odio.
—Y tú, Aurora, te vas a arrepentir por haberme ocultado esto.
Las palabras ya no me afectaban. Habían perdido su significado. Un cansancio abrumador se apoderó de mí, y mis piernas, que habían sido mi único soporte, cedieron por completo. Sentí que me caía, pero antes de que pudiera tocar el frío y duro piso, unos brazos fuertes me sostuvieron.
Era Alexander King. Me tomó con firmeza, su mirada era inescrutable, pero me ofrecía un refugio inesperado. No pronunció una palabra, solo me levantó con cuidado, como si fuera una pluma, y se dirigió a una enfermera.
—Llévenla a la suite de mi hijo. Max está dormido. Que la atiendan allí —ordenó con una vo