El sedante del doctor se disolvió en mi torrente sanguíneo, llevándome a un abismo de inconsciencia. Dormí por un largo tiempo, pero el descanso, en lugar de ser reparador, se sintió como una tregua temporal. Cuando desperté, un silencio pesado me rodeaba. La luz que se filtraba por la ventana me indicaba que el sol ya estaba alto. Mi mente, lentamente, comenzó a reconstruir los fragmentos de la noche anterior: el rostro desfigurado de Alan, sus gritos de rabia, la mano firme de Alexander King, el frío y el dolor de caer. Todo me golpeó como una ola, recordándome que Tommy ya no estaba.
Me levanté con una pesadez en el cuerpo y en el alma. Salí de la habitación, caminando descalza por el pasillo de la suite del hospital, hasta que llegué a la puerta de la habitación de Max. Me asomé y lo vi. Estaba dormido, frágil, conectado a los monitores que vigilaban cada latido de su corazón y el funcionamiento de su nuevo riñón. Entré en silencio, me acerqué a la cama y tomé su mano, sintiendo l