Las enfermeras trataban de controlarme, pero yo estaba fuera de mí. Gritaba, lloraba, forcejeaba con todas, incapaz de aceptar lo que acababa de escuchar. El simple pensamiento de que Alan pudiera hacer un uso indebido de las cenizas de Tommy, o incluso desaparecerlas, me desgarraba el alma.
—¡Déjenme! —supliqué entre sollozos, con la voz rota—. Ese desgraciado se llevó lo único que me quedaba de mi hijo.
Intentaban sujetarme para darme un sedante, pero mis movimientos eran frenéticos. Entonces, de repente, sentí unos brazos firmes rodearme. Era Alexander. Su presencia imponía calma incluso en medio de mi desesperación, aunque al principio me resistí, empujándolo con rabia.
—Ese maldito —murmuré golpeando su pecho con mis puños cerrados—. No conforme con haberme arrebatado a mi hijo, ahora me quita lo único que me quedaba de él. Ni siquiera voy a poder tener sus cenizas… Alexander, me quiero morir.
Él me sostuvo con más fuerza, pegándome contra su cuerpo como si quisiera protegerme de