Alexander alzó a Aurora en sus brazos, dando vueltas con ella como si fuera un adolescente en sus mejores días. Estaban radiantes y más enamorados que nunca. Se sentían felices de que, por fin, la tormenta hubiera pasado y los malos entendidos se hubieran quedado atrás, dando paso a la dicha absoluta.
—Te adoro, pequeña. Tú y Max son lo que más amo en esta vida —dijo él, con una sonrisa que le iluminaba el rostro.
—Yo también te amo, loquito, pero por favor bájame. Vayamos a la casa, todos deben pensar que estamos locos —respondió ella entre risas suaves.
—Que piensen lo que quieran. Finalmente tienen razón: estamos locos, pero de amor. Locos el uno por el otro. ¿O me vas a decir que no? —murmuró él, acercando su frente a la de ella.
—Ayy, eres insufrible. Sabes que te amo y que haría cualquier cosa por ti. Y sí, los dos estamos locos. Yo por seguirte el juego, y tú porque, aunque te hagas el arrogante, el rudo, sigues teniendo un espíritu de adolescente y un corazón gigante —susurró