Jamás pensé que un beso pudiera alterarme tanto.
Había sentido los labios de Alexander sobre los míos y, aunque debió ser sólo un acto para complacer a Max, todo mi cuerpo ardía todavía. No podía sacudirme esa sensación. El peso de sus manos firmes en mi rostro, el calor de su respiración, la intensidad en su mirada antes de acercarse. Era como si hubiese cruzado una frontera invisible de la que ya no podía regresar.
Esa noche apenas dormí. Di vueltas en la cama, tratando de convencerme de que no significaba nada, que sólo había sido una actuación frente a un niño. Pero la verdad me quemaba por dentro: había disfrutado de ese beso mucho más de lo que quería admitir.
Mientras tanto, Alan ardía de rabia en su propia mansión. Todavía con los vendajes en el rostro, recibió al investigador privado en su cuarto.
—Quiero un maldito nombre, quiero un puto rostro, quiero saber quién se atrevió a meterse conmigo —ordenó con voz ronca.
—Señor Harris, estamos indagando, pero las pistas llevan