Me quedé inmóvil, sin poder pronunciar una sola palabra, hasta que la voz profunda y varonil de aquel hombre, que también me observaba con intensidad, me sacó de mi estupor.
—¿Qué se le ofrece? —preguntó.
Esa simple pregunta me obligó a regresar al presente. Ahora no solo lo estaba mirando por el impacto que me había causado, sino también porque notaba el rastro de algunas lágrimas surcando su rostro. El cansancio, las ojeras… todo en él evidenciaba que no había dormido en muchos días, justo como me ocurría a mí con mi pequeño Tommy.
—¿Es usted Alexander King? —le pregunté por fin, rompiendo el silencio.
—Sí, soy yo —respondió con voz cansada.
—Mi nombre es Aurora Harper. Escuché por casualidad que está buscando un donante de riñón para su hijo, pero que no ha logrado conseguirlo.
—Vayamos afuera, no quiero que mi hijo nos escuche —me dijo tomándome del brazo con gentileza.
La puerta de la suite se cerró a nuestras espaldas. Nos sentamos en una pequeña sala contigua, donde varios guardaespaldas estaban apostados, seguramente velando por su seguridad.
—¿Cómo sabe lo de mi hijo? —interrogó, directo.
—Mi hijo también estaba internado aquí —le dije, sintiendo cómo mi voz se quebraba—. Salía de su habitación y, por casualidad, escuché su conversación con los médicos.
—Entiendo —dijo él—. Entonces usted debe comprender cómo me siento. Si su hijo estaba aquí, seguro era un paciente en condiciones críticas… igual que lo está Max.
—Yo más que nadie conoce su lucha. Mi hijo fue diagnosticado con miocardiopatía dilatada. Lo siento mucho… comprendo perfectamente su sufrimiento. Ese dolor no te abandona, te acompaña cada día de tu existencia. Es una impotencia inmensa tener los recursos… pero que no exista ningún donante disponible.
Pude ver la tristeza cruzar por sus hermosos ojos, una sombra de infelicidad y frustración. Sabía perfectamente que Alexander había hecho hasta lo imposible por conseguir un donante para su hijo, pero ni con todo el dinero del mundo lo había logrado.
—¿Su hijo… se encuentra mejor? —me preguntó con cuidado.
No pude contestar. Las palabras se atascaron en mi garganta y las lágrimas comenzaron a brotar sin control.
—Por favor, discúlpeme… no debí preguntar.
—No se preocupe. Lamentablemente… mi hijo acaba de morir —confesé, con todo el dolor de mi corazón.
—Dios mío… lamento mucho su pérdida, señora Harper. Me imagino cómo deben sentirse usted… y su esposo.
La sola mención de ese infeliz hizo que la sangre hirviera en mis venas.
—Mi hijo solo me tenía a mí. Ese desgraciado que era su padre no se lo merecía —le dije, sin saber por qué le estaba confesando algo así a un completo desconocido.
Él no supo qué decir. Solo se acercó y puso su mano sobre la mía con un gesto de profunda calidez. Aquella caricia silenciosa me reconfortó de una manera que no esperaba.
—Ni siquiera sé qué decirle… Le juro que, de solo pensar que algo así pudiera ocurrirme, me desgarra por dentro. Adoro a Max. Él es mi vida… lo único que le da sentido a mi existencia.
—Lo sé… un hijo es lo más importante para los padres. Y por eso estoy aquí. Al menos Max está vivo y tiene la posibilidad de salvarse.
—Está vivo… pero si no encontramos un donante, no lo estará por mucho tiempo. Y eso me está matando, señora Harper.
—Su hijo vivirá. Por eso vine. Cuando escuché su conversación, la encargada de los servicios sociales me preguntó si quería donar los órganos de Tommy. En ese momento… me pareció algo inconcebible. Pero cuando pienso en la posibilidad de darles vida a otros niños… esa perspectiva cambia.
Respiré hondo antes de seguir. Sentí que era lo que mi hijo hubiera querido.
—Tommy soñaba con curar a los niños enfermos. Me decía que, cuando fuera grande, sería doctor. Y yo siento que tengo que honrarlo. Hacer que un pedacito de mi pequeño viva en cada uno de esos niños. Así que… si usted está de acuerdo, quiero donar el riñón que Max tanto necesita.
El rostro de Alexander se iluminó con una alegría infinita. Se levantó y me rodeó con sus brazos.
—Aurora… no sabe lo que esto significa para mí. No sé cómo agradecerle que, a pesar del dolor tan grande que está sintiendo, se detenga a pensar en salvar la vida de mi pequeño. Le juro que le daré lo que quiera. Lo que me pida.
—No necesito nada, señor King. Solo tengo una condición para que mi hijo sea el donante.
—Lo que usted quiera… solo pídalo.
—Quiero ver a Max. Si va a tener algo de mi hijo… me gustaría que me permitiera estar cerca de él, aunque sea de vez en cuando. Sé que los familiares de los donantes no suelen estar cerca de los receptores, pero… yo lo necesito. Mi hijo ya no está, pero saber que vivirá en otros niños… me da al menos un poco de paz.
—Cuente con eso. Será un placer para nosotros. Ya veremos de qué manera podrá verlo, pero por ahora, lo único importante es que me está dando el mayor regalo que un ser humano le puede dar a otro. Muchísimas gracias, Aurora. De todo corazón… le juro que estaré en deuda con usted para toda la vida. Seré su mejor apoyo siempre que me necesite.
Las pruebas de compatibilidad fueron rápidas, pero intensamente angustiantes. Los médicos trabajaron contrarreloj para analizar cada variable posible, mientras Alexander y yo nos manteníamos en una sala contigua, sumidos en un silencio lleno de ansiedad.Cuando uno de los doctores regresó con una carpeta en mano, su expresión nos dio un pequeño respiro. Aquel gesto sereno nos reveló la noticia antes de que la pronunciara.
—Son compatibles —dijo con voz firme—. El riñón de Tommy es apto para Max.
Alexander soltó el aire con fuerza, como si hubiese contenido la respiración durante días. Su cuerpo tembló ligeramente y sus ojos se humedecieron, pero esta vez por algo distinto al dolor: esperanza.
Los preparativos comenzaron de inmediato. Había que coordinar todo con precisión: quirófano, anestesistas, personal de trasplante, salas de recuperación. Mientras los médicos se organizaban, a nosotros nos daban unos minutos… los más difíciles de nuestras vidas.
Alexander pidió entrar a ver a Max, aún dormido, conectado a mil cables y monitores. Se inclinó con cuidado sobre la camilla y acarició la frente del pequeño con una ternura reverente.
—Hola, campeón… —susurró, tratando de no quebrarse—. Sé que no puedes oírme, pero quiero que sepas que todo va a salir bien. Hay un niño que te va a ayudar a mejorar, un niño valiente y generoso, y tú vas a estar bien, lo prometo. Cuando despiertes, el dolor se irá. Y yo estaré aquí… siempre contigo.
Se quedó un momento en silencio, respirando junto a él, como si quisiera absorber parte del sufrimiento de su hijo. Luego, se inclinó y le dio un beso en la mejilla antes de salir en silencio.
Mi turno llegó después.
Me senté a un lado de la camilla donde descansaba el cuerpo sin vida de mi pequeño Tommy. Ya no había pitidos. Ya no había movimiento. Solo ese silencio denso, interrumpido por los latidos acelerados de mi corazón.
—Hola, amor… —le hablé en voz baja, como si temiera despertarlo—. Mamá está aquí. Sé que ya no me escuchas, pero quiero que sepas que estoy muy orgullosa de ti. Vas a hacer lo que siempre soñaste… vas a ayudar a otros niños a sanar. Tu cuerpecito pequeño va a dar vida a muchos otros.
Me incliné sobre él y tomé su manita tibia, queriéndola grabar en mi memoria para siempre.
—Quisiera retenerte para mí… pero sé que te tengo que soltar. Sé que ya estás en un lugar mejor, donde no hay dolor ni hospitales. Solo te pido una cosa, mi amor… desde allá arriba, dame fuerzas para seguir adelante. Porque se siente imposible… vivir sin ti.
Mis lágrimas cayeron sin pausa mientras lo abrazaba por última vez. Besé su frente con un amor que me partía el alma. Y, en el fondo, sentí que me decía adiós con dulzura, como si también él supiera que su misión apenas comenzaba.
Cuando salí de la habitación, Alexander estaba allí. No dijo nada, pero sus ojos estaban igual de rojos que los míos. Se acercó lentamente y, sin pedir permiso, me envolvió entre sus brazos. No hubo palabras. Solo dos almas rotas abrazándose en medio del dolor… y de la esperanza.
Nos sentamos juntos en la sala de espera frente al quirófano. Durante horas, no nos separamos. De vez en cuando, él me alcanzaba un café, o yo le ofrecía un pañuelo. No hablábamos mucho, pero cada silencio estaba lleno de compañía.
Sabíamos que en ese mismo instante, en dos quirófanos contiguos, la vida y la muerte se tocaban, se entrelazaban. Mientras el cuerpo de mi hijo daba su último acto de amor, el de su hijo se aferraba con fuerza a la posibilidad de seguir viviendo.
Nos miramos solo una vez, en medio de aquella espera interminable, y fue suficiente. Un pacto silencioso. Un lazo inexplicable nacido del dolor más profundo… y de un milagro que apenas comenzaba.