Amanda no podía seguir postergando lo inevitable. El sobre que había llegado a la mansión quemaba en sus manos como si estuviera hecho de brasas ardientes. Era necesario entregarlo para que Alexander y Aurora pudieran estar preparados, pero el remordimiento le atenazaba la garganta. Se acercó a Aurora con pasos temblorosos, debatiéndose internamente entre cumplir con su deber o permitir que la joven siguiera sonriendo con esa paz y esa felicidad que se proyectaba en su hermoso rostro, una paz que ella misma había ayudado a poner en riesgo.
Aurora, sentada en el solárium, levantó la vista de su libro y notó la agitación de la empleada.
—¿Sucede algo, Amanda? Pareciera que quieres decirme no sé qué cosa. De pronto te has puesto blanca como el papel. Vamos, mujer, ven aquí —la animó Aurora con esa calidez que siempre la caracterizaba.
Amanda tragó saliva, sintiendo que el suelo se hundía bajo sus pies.
—Ay, mi señora... no sé cómo decirle esto —balbuceó, apretando el sobre contra su dela