El pequeño Max permaneció pegado a la madera de la puerta, con la respiración contenida y las manos apretadas en puños tan fuertes que sus nudillos se tornaron blancos. Las palabras de su padre habían caído sobre él como una losa de granito: "Esa mujer ya dio el primer paso legal para pelear por la custodia". En su mente infantil, no entendía de términos jurídicos, pero la palabra "custodia" se traducía en una sola imagen aterradora: la mujer desconocida que había gritado en la sala llevándoselo a rastras hacia un lugar oscuro, arrancándolo para siempre del calor de su papá Alexander y de la dulzura de su mamita Aurora.
Para Max, Victoria era una extraña peligrosa que amenazaba su mundo. Sin hacer el más mínimo ruido, retrocedió por el pasillo. Entró en su habitación y, en un acto de valentía impulsado por el miedo, tomó su mochila de dinosaurios. No metió juguetes; metió su manta favorita y una pequeña linterna.
—No dejaré que me lleven —susurró para sí mismo con la voz quebrada—. S