La luz del atardecer teñía de naranja y oro las paredes descascaradas de la pequeña casa de campo. Estaba en las afueras de la capital del sur, a solo veinte minutos del Hospital General de Santa Ana, rodeada de olivares polvorientos y el canto lejano de los grillos. Era modesta, con muebles sencillos y cortinas de flores desteñidas, pero para Gustavo y Luisa, representaba un refugio, un lugar donde poder respirar lejos de la asfixiante esterilidad del hospital.
—No puedes seguir así, hija —dijo Luisa con firmeza, mientras guardaban las pocas pertenencias que tenían en un armario—. Te estás consumiendo. Si tú caes, ¿quién cuidará de Felipe? Necesitas descansar, aunque sea una noche.
Amatista, pálida y con ojeras marcadas, se resistía.
—No puedo dejarlo solo, Luisa. ¿Y si empeora? ¿Y si me necesita?
—Los médicos tienen nuestro número. Y yo me quedaré esta noche —intervino Gustavo, poniendo una mano tranquilizadora en su hombro—. He hablado con la enfermera jefe. Felipe está estable. Su