El tiempo en el Hospital General de Santa Ana se había convertido en una sustancia elástica y opresora. Para Amatista, «María», los días se medían en el ritmo constante de los monitores de Felipe, en las visitas silenciosas de las enfermeras, en los informes médicos que oscillaban entre la cautela y una esperanza tenue. La habitación privada, un lujo que Gustavo había insistido en costear con los ahorros de toda una vida, era su mundo entero. Fuera de esas cuatro paredes, solo existía la amenaza nebulosa que su instinto le gritaba que era real.
Felipe, su pequeño guerrero, había logrado superar la crisis más aguda. Los nuevos medicamentos y el equipo especializado de Santa Ana le habían dado un respiro. Ya no estaba en la incubadora, sino en una cuna térmica, y aunque su respiración aún era un susurro frágil que requería de un pequeño tubo de oxígeno bajo su nariz, el sonido aterrador del silbido en sus pulmones había disminuido. Verlo dormir plácidamente, su pequeño pecho subiendo y