La oscuridad dentro de la furgoneta era pegajosa, un lienzo negro donde se proyectaban los peores miedos de Amatista. Pero el miedo, ese viejo conocido, no venía solo. Lo acompañaba una rabia fría y afilada que le quemaba las entrañas. Cada bache del camino, cada curva cerrada, la arrojaba contra el frío piso metálico, pero era el silencio de sus captores lo que más la aterraba. Hombres que no hablaban, que no necesitaban amenazar. Su profesionalismo era la mayor de las amenazas.
Apretó los puños, sintiendo la humedad de la sangre bajo sus uñas. La sangre de uno de ellos. Un sabor amargo a victoria mínima. Enzo, pensó, y no fue un grito desesperado al vacío. Fue una certeza grabada a fuego en su alma. Él ya lo sabía. Él ya estaba en movimiento. La bestia que dormitaba bajo la piel de su civilizado esposo había sido liberada, y ahora mismo algún pobre idiota iba a pagar el precio. Ella solo tenía que aguantar. Sobrevivir. Ser la astilla de lucidez en la tormenta que él desataría.
De re