El cambio de vehículo fue rápido, brutal y calculado para desorientarla. De la furgoneta opaca a la camioneta con olor a pescado podrido, Amatista fue arrojada como un fardo más. La oscuridad era ahora diferente, el ruido del motor más estridente, pero el miedo permanecía, agudizado por la incertidumbre. Ya no estaba Isis para envenenarla con sus palabras, pero su ausencia era en sí misma un mensaje: la parte personal había terminado. Ahora solo quedaba la maquinaria fría del secuestro.
Apretó las manos sobre su vientre, todavía plano, donde la semilla de su tercer hijo, del que Enzo acababa de enterarse con tanta alegría, crecía en silencio. Abraham, Renata, pensó, y la imagen de sus rostros fue un puñal en el corazón. Y él. Enzo. Sabía, con una certeza que trascendía la razón, que, en ese preciso instante, su hombre estaba moviendo cielo y tierra, torciendo brazos y quebrando voluntades. Él era el huracán del que ella era el ojo tranquilo. Su trabajo era mantenerse entera. Para sus