La risa de Amatista era una burbuja de luz que intentaba, sin éxito, ahogar la punzada de frustración que llevaba en el pecho desde la noche anterior. El pequeño cartón plastificado del registro de conducir ardía en su bolsillo, un triunfo agridulce. Quince intentos. Quince fracasos que, ahora sabía, habían sido orquestados con la meticulosidad de un general planeando una campaña. Su general. Su obsesivo, posesivo y absolutamente irresistible marido.
«Lo hice por tu seguridad, Gatita. Porque me gusta llevarte y traerte. Porque esos momentos son míos».
Las palabras de Enzo, dichas con esa calma que solo él poseía, no la enfurecían. La conmovían, de una manera retorcida y profunda que solo alguien que amaba a un hombre como Enzo Bourth podía entender. Él había trazado un círculo a su alrededor, un perímetro de acero y seda, y ella, a pesar de sus ansias de independencia, amaba la seguridad de saberse el centro absoluto de ese universo. Su enfado era de fachada, un guion que ambos seguía