El suave y constante pitido del monitor era el latido del nuevo mundo de Amatista. Felipe, estabilizado, pero aún frágil como un cristal dentro de su incubadora, era el centro de su universo. Cada pequeña respiración que lograba por sí solo era una victoria, cada bajada en su saturación de oxígeno, una guerra. El instinto maternal, ese que había sobrevivido al naufragio de su memoria, se había transformado en una fuerza de vigilancia constante.
—Gustavo —susurró, sin apartar los ojos de su hijo—. ¿Podrías…? No sé. Preguntar en el pueblo, con discreción. Si alguien ha estado buscando a una mujer embarazada… o si preguntan ahora por un bebé enfermo.
Gustavo asintió, comprendiendo el miedo tácito en sus ojos. El peligro del que habían huido no se había esfumado; solo había cambiado de forma. Ahora no solo protegían a "María", protegían a Felipe.
—Lo haré, hija. Con cuidado. No nos moveremos de aquí hasta que Felipe esté fuerte —afirmó, sellando un nuevo pacto de protección alrededor del