El sonido de la puerta principal de la mansión Bourth al cerrarse detrás de él resonó como un disparo en el silencio opresivo. La elegancia del vestíbulo, antes un testimonio de su poder, ahora se sentía como un mausoleo. Y entonces, los vio.
Abraham y Renata estaban en lo alto de la escalera, asomándose desde detrás de las piernas de una niñera. No corrieron hacia él. Sus pequeños rostros, pálidos y serios, lo observaban con una cautela que le partió el alma. Renata escondió la cara en el vestido de la niñera. Abraham, con la mirada intensa y oscura que era un calco de la suya, lo evaluó en silencio.
—Hijos… —la palabra sonó ronca, extraña en su propia boca.
Fue Abraham quien dio el primer paso, bajando lentamente. Renata, tras un instante de duda, lo siguió. Cuando estuvieron frente a él, Enzo se arrodilló, igualando su altura. Por primera vez en su vida, se sentía pequeño.
—¿Dónde está mamá? —preguntó Abraham, su vocecita cargada de una tristeza que no correspondía a sus tres años.