El jet privado aterrizó en la pista privada de Montresaa con un rugido que se apagó hasta convertirse en un gemido. Enzo no esperó a que la escalerilla estuviera completamente firme. Bajó con pasos largos y urgentes, seguido de cerca por Roque, cuya expresión era una máscara de preocupación contenida. Detrás, una niñera, contratada apresuradamente y sometida a los más exhaustivos controles de seguridad, ayudaba a un somnoliento Abraham y a una Renata llorosa a descender. No había sido un viaje placentero. Los niños, arrancados de la única estabilidad que conocían, estaban asustados y confusos. La promesa de "encontrar a mamá" era la única cuerda que los sostenía, y a Enzo, de un precipicio de culpa aún mayor.
—Roque, el hospital —ordenó Enzo, sin mirar atrás, mientras se dirigía a la negra SUV con vidrios polarizados que los esperaba—. Directamente.
—Jefe, los niños… —intentó objetar Roque, con una mirada hacia los pequeños que trotaban para seguir el ritmo febril de su padre.
—Vienen