El aire en la habitación del hospital rural era pesado, cargado con el olor del antiséptico, la lejía y un miedo agrio que se pegaba al paladar. El suave y constante pitido que había sido la banda sonora de sus días junto a la incubadora de Felipe se había transformado en una alarma estridente, aguda, una sirena de muerte que helaba la sangre en las venas. Amatista, que se había adormilado con la cabeza apoyada en el frío cristal de la cuna de acrílico, se incorporó de un salto, el corazón embistiendo su caja torácica como un pájaro aterrorizado.
—¿Qué pasa? —su voz era un hilillo de terror—. ¿Qué le pasa?
Una enfermera y el médico de guardia, un hombre joven con el rostro demacrado por la fatiga, se movían alrededor de la incubadora con una urgencia contenida. El pequeño cuerpo de Felipe, no más grande que la mano de su madre, se arqueaba con un esfuerzo sobrehumano. Su pecho, diminuto y translúcido, se hundía con cada jadeo, y un silbido terrible, como el de un fuelle roto, salía de