La luna llena derramaba su luz espectral sobre la mansión de campo, envolviéndola en un manto de serenidad engañosa. Adentro, la habitación estaba inmersa en penumbras, rota únicamente por los resplandores tenues que se filtraban a través de las cortinas. Enzo y Amatista compartían la misma cama, separados por un espacio que no era físico, sino emocional, lleno de tensiones acumuladas y deseos no dichos.
Enzo miraba el techo con los puños cerrados, luchando contra la creciente necesidad que lo atormentaba. Su mente estaba atrapada en un vaivén de pensamientos: el amor que sentía por Amatista, su obsesión, su deseo de protegerla… y esa urgencia visceral que solo ella podía calmar. Su pecho se alzaba y descendía con respiraciones profundas y entrecortadas. Sabía que su autocontrol pendía de un hilo.
Amatista, acostada de lado, lo observaba en silencio. Desde esa distancia, podía percibir su tormento: las tensiones de su cuerpo rígido, los suspiros que parecían rasgar el aire. Amor…, pensó, reconociendo en él la dualidad que la fascinaba y la intimidaba. Aunque lo deseaba, aunque lo amaba, a veces la intensidad de Enzo la abrumaba.
Tomando una decisión, Amatista se movió hacia él, acortando la distancia entre sus cuerpos. Su mano, suave pero temblorosa, se posó sobre el pecho de Enzo, que se detuvo como si ese gesto fuera suficiente para apaciguar la tormenta dentro de él. Lo miró a los ojos, y aunque en la penumbra no podía verlos con claridad, sintió su ardor como si fueran brasas encendidas.
—Amor… —susurró ella, su voz un hilo que cortaba el silencio.
El sonido pareció romper las cadenas que contenían a Enzo. En un movimiento repentino, la tomó por la cintura y la atrajo hacia él, sus labios encontrándose en un beso que comenzó con ternura, pero que rápidamente se tornó urgente, hambriento. Las manos de Enzo, fuertes pero temblorosas, comenzaron a recorrer el cuerpo de Amatista, como si intentaran memorizar cada curva, cada rincón de su piel.
Amatista respondió al principio, dejándose llevar por la pasión. Pero la intensidad con la que Enzo la tocaba empezó a sobrepasarla. Sus manos, aunque cuidadosas al inicio, se volvieron ansiosas, impacientes. Sintió cómo sus dedos se aferraban a su cintura con una fuerza que le resultó incómoda, cómo la presión de su cuerpo contra el de ella aumentaba sin tregua.
Un leve gemido de dolor escapó de sus labios, un sonido que Enzo no pareció captar de inmediato. Entonces, Amatista lo detuvo, posando sus manos sobre su pecho y empujándolo con suavidad, pero firmeza.
—Amor… —dijo nuevamente, esta vez con un tono tembloroso que hizo eco en el aire—. Por favor, más despacio…
Enzo se congeló. Sus manos quedaron suspendidas en el aire, sus ojos buscaban los de Amatista en la penumbra, intentando descifrar si lo había lastimado más allá de lo físico. El silencio entre ellos se volvió pesado, opresivo.
—Lo siento, gatita… —susurró él, su voz cargada de culpa.
Enzo apartó sus manos de inmediato, dejando que Amatista tomara el control del momento. Ella lo miró, sus ojos reflejaban una mezcla de ternura y ansiedad. Se inclinó hacia él y acarició su rostro, como si intentara calmar la tormenta que había provocado con su petición.
—Estoy contigo, amor… Pero necesito sentirte, no solo tu deseo —le susurró cerca del oído, su voz cálida como un bálsamo.
El peso de esas palabras pareció devolver a Enzo al control. Sus movimientos cambiaron; las caricias, antes frenéticas, se volvieron más suaves, como si buscara reconquistar su confianza con cada toque. Amatista, aunque todavía algo tensa, dejó que sus cuerpos volvieran a encontrarse, esta vez en una danza más íntima, más pausada.
El susurro de su respiración compartida llenó la habitación, mezclándose con los pequeños sonidos de placer y la cadencia de sus cuerpos en perfecta sincronía. Enzo se inclinó sobre ella, sus labios explorando su cuello con devoción, mientras sus manos se movían con una delicadeza que hizo que Amatista cerrara los ojos y se entregara completamente al momento.
En un punto, Enzo la miró fijamente, su frente tocando la de ella, y murmuró entre jadeos:
—Eres mía, gatita… siempre mía.
Amatista abrió los ojos y lo observó. La intensidad en su mirada era abrumadora, pero no había miedo en ella, solo una mezcla de amor y entrega.
—Y tú eres mío, amor… —le respondió con una voz cargada de sentimiento, sus manos aferrándose a sus hombros, como si necesitara asegurarse de que no se iría nunca.
Cuando todo terminó, Enzo se dejó caer a su lado, envolviéndola en un abrazo que parecía más un refugio que un simple gesto. Amatista apoyó su cabeza en su pecho, sintiendo el ritmo acelerado de su corazón, que poco a poco se normalizaba.
—Lo siento si te hice daño… —murmuró él, su voz ronca pero cargada de sinceridad.
Amatista levantó la vista y lo besó suavemente, asegurándole con ese gesto que todo estaba bien, que su amor por él superaba cualquier incomodidad momentánea.
Esa noche, mientras el sueño los envolvía, dejaron de lado el peso del mundo exterior. Bajo las sábanas del silencio, solo existían ellos dos, el amor que compartían y las promesas silenciosas que sus corazones se hacían en cada latido compartido.
En el imponente despacho de la mansión Torner, Daniel Torner permanecía sentado detrás de su escritorio, con la mirada fija en la carpeta que le acababa de entregar Marcos, su fiel guardia. La habitación estaba iluminada por la cálida luz de una lámpara, pero el ambiente se sentía frío, cargado de tensiones acumuladas.
—Señor Torner —comenzó Marcos, con tono grave—, hemos obtenido nueva información sobre Isabel Fernández. Después de marcharse de aquí, estuvo trabajando en la mansión Bourth. Permaneció allí hasta que… se quitó la vida.
Daniel apretó los labios al escuchar esas palabras, una mezcla de culpa y dolor reflejada en sus ojos. La figura de Isabel siempre sería una herida abierta en su vida, una pérdida que nunca había logrado superar.
—¿Y qué hay de Amatista? —preguntó, enderezándose en su silla, mientras sus dedos tamborileaban sobre la mesa.
Marcos continuó:
—Amatista vivió con los Bourth hasta aproximadamente los diez años. Luego, se le perdió el rastro. Nadie sabe qué ocurrió con ella después.El silencio llenó la habitación por un instante, interrumpido solo por el sonido del papel cuando Daniel cerró la carpeta con fuerza. No podía evitar que su mente lo llevara al pasado, a la imagen de la pequeña Amatista que había cargado en sus brazos cuando apenas era un bebé. La suavidad de su piel, su fragancia, esos ojos que parecían mirar con esperanza incluso en un mundo tan lleno de oscuridad.
—No importa cuánto tiempo tome o los recursos que necesitemos, Marcos. Amatista debe aparecer. Sigue investigando —ordenó con determinación.
Marcos asintió y se retiró en silencio, dejando a Daniel sumido en sus pensamientos.
Desde una esquina del despacho, Jazmín Torner, que había estado presenciando la conversación sin ser invitada, decidió intervenir. Su expresión estaba cargada de resentimiento, y su voz cortó el aire como un cuchillo.
—¿Por qué sigues obsesionado con la hija de Isabel? —reprochó Jazmín, cruzándose de brazos—. Deberías concentrarte en mí y en mi madre, Miriam. Somos tu familia ahora, pero parece que siempre vivimos a la sombra de esa mujer y su hija desaparecida.
Daniel levantó la vista hacia su hija menor, sus ojos oscuros reflejando su creciente irritación.
—Amatista volverá, Jazmín. Y eso no es negociable.
—¿Por qué? —insistió Jazmín, dando un paso al frente—. ¿Qué tiene ella de especial? Ni siquiera sabes si está viva.
—¡Es mi hija! —rugió Daniel, poniéndose de pie con un movimiento brusco que hizo que la silla chirriara contra el piso—. No vuelvas a cuestionarme en este tema.
Jazmín apretó los labios, incapaz de sostener la mirada de su padre por más tiempo. La furia y el desprecio la consumían por dentro. Sin decir una palabra más, giró sobre sus talones y se retiró apresuradamente a su habitación.
Una vez en su cuarto, Jazmín cerró la puerta con un golpe y se dejó caer en el borde de su cama. La ira seguía hirviendo en su interior, mezclada con una profunda sensación de rechazo. Su padre nunca la había mirado con esa intensidad, al menos no por algo bueno. Siempre era Amatista, la hija perfecta que ni siquiera estaba presente, la que ocupaba sus pensamientos.
Con cada segundo que pasaba, el rencor de Jazmín se transformaba en un plan. Si su padre quería estar tan concentrado en buscar a su hermanastra perdida, ella se aseguraría de distraerlo. No podía competir con Amatista de manera directa, pero podía hacer algo lo suficientemente dramático para desviar su atención, aunque fuera por un tiempo.
Jazmín comenzó por despeinarse el cabello y desalinear su ropa, haciéndola lucir como si hubiera estado en una pelea. Luego, tomó una pequeña navaja de su escritorio y se hizo un corte superficial en el brazo, lo suficiente para que pareciera un accidente o un ataque menor, pero sin poner en riesgo su salud.
Se observó en el espejo, satisfecha con su aspecto caótico, y, tomando aire, soltó un grito desgarrador que resonó por toda la mansión.
El grito alertó a todos en la casa. Los guardias corrieron hacia la habitación de Jazmín, seguidos de Daniel y Miriam, quienes subieron las escaleras con el corazón en un puño.
—¡Jazmín! —exclamó Miriam al entrar en la habitación y ver a su hija sentada en el suelo, con las lágrimas corriendo por su rostro y el corte en el brazo manchando su ropa de sangre.
—¿Qué pasó? —preguntó Daniel, examinándola rápidamente mientras su voz mezclaba preocupación y enojo.
—¡Yo…! ¡No sé! —balbuceó Jazmín entre sollozos—. Escuché algo fuera de la ventana, y luego alguien entró… traté de luchar, pero me caí, y…
Las palabras de Jazmín se desvanecieron en un nuevo ataque de llanto. Miriam se arrodilló a su lado, consolándola con caricias mientras los guardias comenzaban a revisar la habitación. Daniel, de pie, miraba la escena con una mezcla de incredulidad y sospecha.
—Quiero a todos los hombres revisando los terrenos ahora mismo —ordenó con firmeza.
Mientras tanto, Jazmín se aferraba a su madre, escondiendo una sonrisa satisfecha detrás de su fachada de víctima. Había logrado lo que quería: por un momento, la búsqueda de Amatista pasaba a un segundo plano.
Horas después, Jazmín descansaba en su habitación, recostada en su cama mientras su madre, Miriam, permanecía a su lado, acariciándole el cabello con ternura y susurrándole palabras tranquilizadoras. La mansión estaba en silencio, excepto por el suave murmullo de los guardias patrullando. En el despacho, Marcos se presentó ante Daniel con un semblante serio, dispuesto a informar los resultados de la exhaustiva revisión.
—Señor Torner, hemos revisado todo el perímetro y no hay indicios de que alguien haya ingresado a la propiedad. Los guardias estuvieron en sus posiciones habituales y no reportaron nada fuera de lo común.
Daniel asintió lentamente, cruzando los brazos mientras sus labios se curvaban en una mueca de desaprobación. Sus pensamientos se alinearon con rapidez, formando una conclusión inevitable.
—Lo imaginaba —dijo con voz grave, fijando su mirada en Marcos—. Esto no fue más que un intento de Jazmín para llamar la atención, una maniobra desesperada para que dejemos de investigar sobre Amatista.
Marcos inclinó ligeramente la cabeza, respetuoso, pero sin emitir opinión. Daniel suspiró, una mezcla de cansancio y frustración reflejada en su rostro.
—Dobla la vigilancia, por si acaso —añadió—, pero no permitiremos que esto nos desvíe de lo importante. La búsqueda continuará. Amatista debe aparecer.
Marcos asintió y salió del despacho, mientras Daniel se quedaba allí, pensativo, su determinación más firme que nunca.