La luna llena derramaba su luz espectral sobre la mansión de campo, envolviéndola en un manto de serenidad engañosa. Adentro, la habitación estaba inmersa en penumbras, rota únicamente por los resplandores tenues que se filtraban a través de las cortinas. Enzo y Amatista compartían la misma cama, separados por un espacio que no era físico, sino emocional, lleno de tensiones acumuladas y deseos no dichos.
Enzo miraba el techo con los puños cerrados, luchando contra la creciente necesidad que lo atormentaba. Su mente estaba atrapada en un vaivén de pensamientos: el amor que sentía por Amatista, su obsesión, su deseo de protegerla… y esa urgencia visceral que solo ella podía calmar. Su pecho se alzaba y descendía con respiraciones profundas y entrecortadas. Sabía que su autocontrol pendía de un hilo.
Amatista, acostada de lado, lo observaba en silencio. Desde esa distancia, podía percibir su tormento: las tensiones de su cuerpo rígido, los suspiros que parecían rasgar el aire. Amor…, pen