El tiempo avanzaba implacable en la mansión Torner, donde el silencio de los grandes pasillos solo era interrumpido por el eco de pasos apresurados y los ocasionales murmullos del personal. Daniel Torner seguía sumido en su obsesión por encontrar a Amatista, una hija que apenas había conocido pero cuya ausencia sentía como un peso insoportable en su alma. Sin embargo, su otra hija, Jazmín, no compartía su anhelo y estaba decidida a detener la búsqueda, aunque tuviera que recurrir a métodos cuestionables para lograrlo.
Las semanas posteriores a su autoinfligida lesión estuvieron marcadas por una elaborada estrategia. Jazmín, siempre meticulosa, había aprendido a manipular las emociones de su entorno con precisión quirúrgica. Los repentinos ataques de llanto se convirtieron en su arma más efectiva: lágrimas que parecían brotar de un pozo insondable de dolor, acompañadas de espasmos que convencían incluso a los corazones más duros. En otros momentos, fingía sobresaltarse con cualquier ru