El viento agitaba las copas de los cipreses, alto y constante, como un murmullo viejo que recorría los pasillos de piedra y mármol del cementerio. Gonzalo caminó despacio por el sendero de grava, con la mirada fija al frente. Llevaba flores, aunque sabía que no era eso lo que importaba. Nadie lo esperaba. Nadie podía contestarle.
Se detuvo frente a la lápida gris, pulida, simple. Sin ostentaciones. “Alicia y Jorge Ferraz. Amados padres. Siempre en nuestro recuerdo”.
—No sé si estoy aquí por culpa o por costumbre —murmuró, dejando el ramo sobre el mármol helado—. O por necesidad. Supongo que uno siempre vuelve a donde empezó… cuando no sabe a dónde ir.
Inspiró hondo. El aire olía a tierra mojada y flores viejas. Había silencio, pero de ese que pesa.
—Me enseñasteis a ser fuerte. A no dudar. A no mostrar debilidad. Pero nadie me enseñó qué hacer cuando el dolor no se puede enterrar ni tapar con una copa de whisky o una hoja de Excel —dijo, con una risa amarga—. Nadie me enseñó a amar si