El sol aún no había terminado de trepar por el horizonte cuando Gonzalo aparcó el coche frente al centro vecinal del pueblo. Vestía unos vaqueros que no usaba desde hacía años, una camiseta básica y unas zapatillas viejas que había tenido que rescatar del fondo del armario. Aun así, sabía que desentonaba entre los demás.
Don Francisco lo esperaba en la entrada, con un pañuelo rojo al cuello y una lista en la mano.
—Pensé que era broma cuando dijiste que ibas a venir —fue lo primero que soltó, con media sonrisa y una ceja levantada—. Pero mira tú por dónde, los milagros existen.
—Y aquí estoy —respondió Gonzalo, tragando saliva.
—Pues a ver si los de Madrid sabéis usar un martillo. Vamos, que hay farolillos que colgar y mesas que montar.
El primer obstáculo fueron los vecinos. Lo miraban de reojo, cuchicheaban. Uno hasta soltó un “¿Y este quién se cree que es?”. Gonzalo lo ignoró. Había aprendido que lo único que podía hacer era trabajar en silencio y dejar que el tiempo hablara por él