Capítulo 87. Hiriendo a Ginevra
Sentí el aire volverse demasiado denso entre nosotros.
Ella esperaba una explicación.
Yo esperaba un milagro.
Y entonces, antes de que pudiera pensar, antes de que la cordura me alcanzara, la voz me salió seca, filosa y completamente equivocada.
—¿Y tu? —escupí, casi sin reconocerme—. ¿Dónde estabas tu?
Ginevra parpadeó, confundida.
—¿Qué…?
—Sí —insistí, apretando más la carpeta contra mi pecho, como si eso pudiera protegerme de algo—. Me estás pidiendo explicaciones como si fuera tu obligación saber dónde estoy cada minuto, pero cuando te llamo yo… ni contestas.
Ella abrió la boca, sorprendida.
Yo seguí.
Porque era más fácil atacar que admitir el miedo.
Porque era más fácil enojarme que derrumbarme ahí, delante suyo.
—Así que no vengas a exigirme nada —dije, tragándome el temblor en la voz—. Si vamos a medir quién le debe explicaciones a quién, tendría que ser al revés.
Ginevra retrocedió medio paso. No mucho, pero lo justo.
Sus ojos se entrecerraron, no por rabia, sino por algo peor