Al día siguiente la puerta de la oficina de Ethan se abre de golpe, con tal violencia que retumba contra la pared.
Samuel entra como una tormenta desatada, la mirada inyectada en furia, el sobre de la notificación judicial temblando en su puño cerrado. Lo agita en el aire como si fuera una espada, su respiración agitada, los labios apretados por la rabia.
—¡Qué clase de basura es esta, Ethan! —escupe, lanzando el sobre sobre el escritorio con desdén.
Ethan se incorpora lentamente de su asiento. No parece sorprendido. Está sereno, como si hubiese esperado este momento durante semanas.
Lo está. Lo ha ensayado en su cabeza una y otra vez. Pero ahora que Samuel está ahí, en carne y hueso, su presencia parece llenar la habitación con una toxicidad espesa.
—Es la verdad —responde Ethan con frialdad—. Por fin, después de tanto tiempo, ha salido a la luz.
Samuel suelta una carcajada amarga, sin rastro de humor.
—¡La verdad! Me acusas de robar, de desviar fondos, como si yo fuera un vulgar l