Pasaron tres días.
Tres días en los que Samuel siguió comportándose como si el suelo no se estuviera resquebrajando bajo sus pies.
Como si no sintiera las miradas evitativas de algunos empleados, ni el silencio incómodo de Ethan cada vez que compartían el mismo espacio. Como si Clara no estuviera a punto de derrumbarse cada vez que lo veía sonreír, con esa misma sonrisa que una vez la desarmó.
Clara lo observa ahora desde la terraza del piso ejecutivo. Samuel está al teléfono, caminando de un lado al otro, dando órdenes como si aún tuviera poder. Pero Clara ya no lo ve como antes. Ya no ve al hombre encantador y seguro. Ahora solo ve al impostor. Al traidor. Al cobarde.
—No sé cuánto más puedo fingir —le dice a Ethan cuando se reencuentran en su despacho—. Cada vez que lo escucho hablar, siento que me arde la garganta. Como si tuviera que tragármelo todo: la rabia, la humillación, el asco.
Ethan le ofrece un vaso de agua, pero no insiste. Él también lo siente. El peso. El desgaste. E