Solo vete.

Emma dio media vuelta con el corazón hecho añicos y la respiración temblorosa, aferrándose a la única razón que la mantenía erguida.

Su bebé.

Su hijo.

Su pequeño milagro.

La única vida que merecía que ella siguiera caminando.

Sus pasos avanzaron hacia el elevador casi por inercia, pero su mente seguía en la oficina, rebotando entre imágenes que le desgarraban el alma.

El beso, la conversación, las manos de Lydia sobre el pecho de Damián, el tono gélido con el que él le preguntó ¿qué estás haciendo aquí?

Una lágrima rebelde rodó por su mejilla, pero la limpió con rabia.

Justo cuando estaba a punto de entrar al pasillo de los elevadores, una voz femenina y desagradable que recordaba de fiestas, cenas familiares y comentarios que siempre llegaban en forma de veneno disfrazado de cortesía.

—Emma, espera —llamó Lydia, avanzando con pasos apresurados y una sonrisa perfecta… tan perfecta que parecía hecha de plástico.

Emma se detuvo, no porque quisiera escucharla, sino porque algo dentro de ella se encendió de golpe, la necesidad de cerrar esa puerta con su propia voz.

Dio media vuelta despacio, sin prisa, sin miedo.

Lydia la observaba con el mentón en alto, como si esperara verla derrumbarse.

—¿Qué quieres?

Lydia se cruzó de brazos, luciendo su vestido de diseñador, uno de esos que gritaban “carísimo” con solo ver la caída de la tela, y ladeó la cabeza con un gesto casi compasivo que a Emma le dio náuseas.

—Solo quería decirte que… no deberías sorprenderte por lo que viste. Damián y yo siempre hemos tenido una conexión especial, nos conocemos desde que tenemos uso de razón. Tú llegaste tarde a una historia que ya estaba escrita —explicó con esa seguridad asfixiante de la gente que nunca duda de sí misma—. Tú no perteneces a este mundo. Todo el mundo lo sabe, Damián lo sabe más que nadie. Él nunca debió casarse contigo.

Emma no la contradijo de inmediato.

La miró en silencio, y ese silencio confundió a Lydia, quien lo tomó como debilidad cuando en realidad era la calma antes del golpe.

—Claro. No pertenezco a tu mundo. Porque mi mundo nunca ha sido tan… barato.

Lydia frunció el ceño por un instante, pero recuperó la postura enseguida.

—Por favor, Emma. Damián siempre me amó a mí, no es un secreto. Tu matrimonio fue un error… un capricho. Yo solo estoy retomando mi lugar —continuó, estirando la mano para acomodarse un mechón de cabello, como si estuviera hablando de un premio que había ganado legítimamente.

—Si estás tan segura de tu “lugar”, ¿por qué necesitas restregarme esto? La gente que gana algo de verdad no necesita anunciarlo.

La sonrisa de Lydia tembló. No mucho, pero lo suficiente para que Emma lo notara.

Y eso, por primera vez desde que entró a esa maldita oficina, la hizo sentir algo parecido a fuerza.

—Deberías agradecerme en vez de envidiarme —continuó Lydia, intentando recuperar terreno—. Gracias a mí, vas a librarte de un matrimonio que nunca te perteneció. Y créeme, este escándalo será lo mejor que te pase… cuando superes la vergüenza.

Emma soltó una risa suave. Una risa que dolía y cortaba al mismo tiempo.

—¿Sabes qué? Tienes razón, me estás haciendo el favor más grande. No tengo nada que envidiarte, Lydia. Si crees que ganaste un trofeo, adelante. Quédate con él. Yo ya no compito por basura.

La mandíbula de Lydia se aflojó, sorprendida por una Emma que no temblaba, que no lloraba, que no bajaba la mirada.

—Cuidado con lo que dices. No olvides que en este mundo yo soy la que tiene apellido, dinero y presencia. Tú solo llegaste a ocupar un hueco que yo había dejado.

Antes, esa frase la habría destrozado.

Hoy, después de ver la verdad desnuda, después de oír a Lydia y a Damián y ver que no la defendió, después de entender que su amor no valía ni un poco… la frase simplemente cayó y rodó como una piedra insignificante.

—Tienes razón. Tú tienes apellido, dinero y presencia. Lo que no tienes es vergüenza, ni modales.

—¿Perdón? —preguntó Lydia ofendida.

Emma avanzó un paso, no para intimidar, sino para dejar claro que no había miedo alguno.

—Tú puedes tener el dinero, el apellido, el vestido y la maldita oficina si te hace feliz. Pero jamás vas a tener dignidad. Y eso no lo compra ni tu familia ni tus relojes suizos.

Y ahí, justo cuando Lydia abrió la boca para soltar veneno, Emma bajó la mirada al muffin que había comprado con tanto amor, que había imaginado entregarle a Damián mientras él la abrazaba, que debía haber sido el inicio de una nueva vida.

Emma lo tomó con fuerza y lo estampó en el centro del impecable vestido beige de Lydia.

El chocolate y la crema se deslizaron por la tela clara como como si estuviera derritiendo su falsa perfección.

El pasillo quedó en shock por un segundo… justo cuando se escucharon pasos firmes desde el fondo.

Damián apareció.

Salía de su oficina con el ceño fruncido, como si hubiera presentido el desastre. Al ver a Lydia empapada de crema y a Emma de pie frente a ella, su expresión cambió de inmediato.

—Emma, ¿qué estás haciendo?

Él no había visto el principio, no había escuchado todo. Pero como siempre, Lydia se encargó de ponerle el guión en la boca.

—¿Lo ves, Damián? Esta mujer está fuera de control. Solo salí a hablar con ella y me atacó sin razón. Siempre supe que no era para ti.

Emma soltó una carcajada sin ganas de seguir jugando.

—No te esfuerces, Lydia. Ya cumpliste tu objetivo, ¿no?

—¡Mi único objetivo era poner las cosas en su sitio! Pero no pensé que fuera capaz de reaccionar así. Está descontrolada.

—Emma, no es el lugar para un espectáculo. Solo vete.

Algo se terminó de quebrar dentro de Emma, porque no era ella quien debía irse.

No era ella la intrusa.

No era ella la que había invadido la oficina de un hombre casado, ni la que había buscado un beso, ni la que llevaba meses rondando un matrimonio que no le pertenecía.

Ella era la esposa.

La señora Blackwood.

La mujer que había dado todo, incluso cuando él ya no daba nada.

Pero por fuera, Emma no se movió ni un milímetro.

Mantuvo el rostro sereno, casi indiferente, como si ese “vete” no le hubiera atravesado el alma.

Sin que nadie lo notara, posó una mano disimulada sobre su vientre.

"No merecemos esto, bebé."

—Tranquilo. Ya me voy. —dijo con una voz tan estable que sorprendió incluso a Lydia

Se dio media vuelta sin prisa y caminó hacia el ascensor. Los empleados apartaron la mirada, como si presenciar aquello fuera un pecado.

Emma entró al ascensor y antes de que las puertas se cerraran se giró.

Damián seguía allí, inmóvil, sin saber cómo detener algo que él mismo había provocado.

Esa era la última vez que la vería.

—Te haré llegar los papeles del divorcio.

Las puertas se cerraron de golpe, ahogando cualquier intento de réplica.

Y él se quedó con la palabra en la boca.

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