No me dejes sola

El teléfono suena a las 3:12 de la madrugada.

Y desde ese momento, el mundo deja de girar.

—¿Zoé? Soy Clara, la enfermera del ala pediátrica. Camila ha tenido una recaída… grave.

Las palabras son cuchillas. Cada una corta una parte de mi pecho.

—¿Qué… qué significa grave?

—Está en cuidados intensivos. Sus niveles de oxígeno bajaron drásticamente. Ya notificamos al médico tratante, pero hay complicaciones… deberías venir.

No sé cómo me visto. Ni siquiera recuerdo si me lavé la cara. Solo sé que estoy temblando y que no puedo dejar de hacerlo.

Me tropiezo con una silla. Golpeo la pared. Busco mis llaves. Y entonces… él aparece.

—¿Qué pasa? —pregunta Liam, sin camiseta, con el cabello despeinado y ojos medio dormidos.

—Camila. El hospital. Está… no puedo… tengo que ir.

—Voy contigo.

—¡No! —le grito, y me odio por hacerlo—. No. Esto no tiene nada que ver contigo.

—Zoé…

—¡Tú no entiendes! —Mi voz se quiebra—. No entiendes lo que es que te llamen a las tres de la mañana y te digan que la persona que más amas puede no despertar. No entiendes lo que es vivir con miedo cada maldita hora. No entiendes lo que es sentirte culpable por no haber estado ahí. ¡No entiendes nada!

Mis lágrimas no piden permiso. Salen con furia.

Él se queda quieto. Por un segundo pienso que se irá. Que me dejará hundirme sola. Como todos.

Pero entonces… da un paso. Luego otro.

Me toma del rostro con ambas manos. Su voz es baja. Firme.

—No soy todos, Zoé.

Me congelo.

—No soy tus ex. No soy los médicos fríos que solo ven números. No soy los periodistas que quieren destrozarte por clics. No soy el tipo que finge. Estoy aquí. Y voy a ayudarte. Aunque me odies por hacerlo.

Me derrumbo. Me lanzo a su pecho sin pensar. Y él me sostiene como si no pudiera caerse.

El hospital es una pesadilla blanca.

Liam camina a mi lado, con el teléfono pegado a la oreja, dando órdenes como si estuviera en una sala de guerra.

—Quiero al doctor Alfredo Santana, especialista en fibrosis quística, en menos de seis horas en esta ciudad. Pagamos lo que sea.

—Sí, trasládenla si es necesario. Ya coordiné con el hospital Saint Mary. Tendrán una habitación lista.

—Cualquier periodista que se acerque, me avisas. Nadie toca a esa niña. Nadie.

Lo escucho como si estuviera en un sueño. No es posible. Esto no puede estar pasando. ¿Cómo es que él…?

Camila está dormida, su pequeño rostro cubierto con tubos. Las máquinas suenan rítmicamente, pero no hay consuelo en el sonido.

Me siento a su lado. Tomo su mano fría. Y lloro en silencio.

Siento una manta sobre mis hombros. Huele a él.

—¿No deberías estar en tu empresa salvando tus millones? —murmuro sin mirarlo.

—Mi empresa puede esperar. Tú no.

Me giro, por fin. Lo veo.

Y hay algo nuevo en sus ojos. No lástima. No compasión.

Dolor. Real. Compartido.

—Lo de la prensa… todo esto… empeoró su estado. Estuve tan ocupada sonriendo para las cámaras, cuidando que no descubrieran el maldito contrato… que la dejé sola.

—No la dejaste sola, Zoé —dice con suavidad—. Luchaste por ella con cada paso que diste.

Sus palabras me rompen más que cualquier otra cosa.

—No merezco esto.

—¿Qué? ¿Que alguien te cuide?

—No merezco que alguien como tú… me ayude sin esperar nada a cambio.

—Tal vez yo tampoco lo merezco. Pero aquí estamos.

Me cubro el rostro con las manos.

—Tengo miedo, Liam.

Él no responde con frases hechas. Solo se agacha frente a mí, me toma la mano y la lleva a su pecho.

—Entonces ten miedo. Pero no sola.

Silencio. Lágrimas.

Mi mano aún tiembla dentro de la suya.

Y por primera vez, dejo que me sostenga.

No porque lo necesito.

Sino porque él quiere hacerlo.

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