El aire en la finca huele a pinos y a tierra húmeda. La brisa mueve las hojas con suavidad, como si incluso el viento supiera que hoy no es un día cualquiera. Estoy de pie frente al arco de madera que Camila y Zoé decoraron con guirnaldas blancas. No es un altar de iglesia, no hay bancos, ni músicos… y sin embargo, todo en este lugar grita “hogar”.
Camila camina delante, sosteniendo un pequeño ramo de flores silvestres que ella misma recogió esta mañana. Lleva un vestido sencillo, el cabello recogido con una cinta de encaje que probablemente Zoé eligió. Su sonrisa es de esas que no necesitan palabras para decir que está feliz.
—¿Listo? —me pregunta en voz baja cuando se acerca.
Asiento, pero la verdad es que no. ¿Cómo puede uno estar listo para volver a elegir a la misma persona… y que el corazón le lata como si fuera la primera vez?
Entonces la veo. Zoé aparece desde el sendero, y el mundo se queda en silencio. No hay pájaros, no hay viento… no hay nada más que ella. Lleva un ves