Hay personas que entran a una habitación y la enfrían sin decir una sola palabra. La madre de Zoé es una de ellas.
Se planta frente a mí como si pudiera ver a través del traje, de la postura ensayada, de la sonrisa contenida. Como si supiera que todo esto… no es lo que parece.
Y, sin embargo, tampoco tiene idea de lo mucho que ha cambiado.
—¿Entonces te casaste con mi hija en Las Vegas? —pregunta, cruzando los brazos, con un tono que destila desaprobación.
—Así fue —respondo con serenidad—. Fue… impulsivo.
Zoé está sentada al borde de la camilla de Camila, observando los monitores con una expresión que mezcla dolor y distancia. No interviene. Me deja lidiar con esto solo. Y en parte, lo agradezco. Porque me permite verla desde fuera. La fortaleza que finge. La vulnerabilidad que esconde.
—Qué conveniente —musita la señora—. Y ahora justo cuando la prensa está encima, tú te conviertes en el héroe.
—No lo hago por la prensa.
—¿Entonces por qué?
Su mirada me atraviesa. Podría contestar c