Despertar con él es como abrir los ojos en medio de un sueño del que no sé si quiero escapar… o quedarme atrapada.
No sé cuánto tiempo llevo despierta, solo sé que no quiero moverme. El calor de su cuerpo aún me envuelve, su respiración roza mi cuello, y su brazo sigue rodeándome como si, incluso dormido, necesitara tenerme cerca.
Y eso es peligroso.
Porque esto no estaba en el contrato.
Ni sus caricias en mi espalda cuando lloré por Camila.
Ni sus silencios que me sostienen.
Ni esta cama compartida que, por una noche, dejó de ser escenario y se convirtió en refugio.
Me doy la vuelta con cuidado. Él ya está despierto.
Nuestros ojos se encuentran.
No decimos nada. Pero tampoco hace falta.
Me siento, envuelta en la bata, intentando recuperar la distancia, la lógica, los límites. Camino hasta la ventana, sintiendo que cualquier palabra que diga puede romper lo que sea que estamos construyendo… o fingiendo.
—¿Dormiste? —pregunta él con voz ronca, aún cargada de sueño.
—No mucho —respondo.