Nunca hablo de ella. No porque no la recuerde… sino porque aún duele. Como si el tiempo no hubiera pasado, como si tuviera miedo de decir su nombre en voz alta y romperme.
Helen.
Mi hermana menor. Tenía solo diez años cuando el mundo decidió quitármela.
Todo comenzó con una fiebre leve. Nada alarmante, según el médico. Un virus infantil, dijeron. Le recetaron antibióticos, descanso… y una sonrisa falsa que prometía que todo estaría bien.
Yo fui el que la llevó al hospital esa mañana. Mamá no podía, y papá… bueno, papá nunca estaba. Ella iba sentada en el asiento del copiloto, abrazando su peluche favorito —un conejo blanco con orejas caídas— y cantando bajito una canción de dibujos animados. Me pidió una hamburguesa para después. Le prometí que se la traería.
Nunca cumplí esa promesa.
Cuando regresé, cuarenta minutos después, los pasillos estaban llenos de voces apresuradas y caras que no reconocía. Todo olía a desinfectante y urgencia. Recuerdo haber escuchado un código azul. No sabí