Me tiemblan las manos.
Estoy en el baño, sola, con los pies fríos y el corazón latiendo tan fuerte que parece que va a salirse del pecho.
El test está sobre el lavamanos. Dos líneas. Claras. Rosadas. Irrefutables.
Positivo.
Parpadeo. No sé cuánto tiempo llevo aquí. Siento que si me muevo, si respiro, el resultado va a cambiar. Como si fuera un espejismo. Pero no lo es. Las dos líneas siguen ahí.
Un bebé.
Mis labios tiemblan. Y una lágrima cae sin pedir permiso.
—Zoé… —la voz de Liam suena al otro lado de la puerta—. ¿Estás bien?
No contesto. No puedo. La emoción me ahoga. Me aprieto el vientre con ambas manos, como si con eso pudiera abrazar la vida que crece en mí.
La puerta se abre despacio. No la cerré con seguro.
Él está ahí. Su silueta alta. Camiseta blanca, pantalón de algodón, descalzo. Me busca con la mirada. Y cuando me ve, con los ojos rojos y el test en las manos, se detiene.
Yo solo le muestro el resultado.
Liam lo toma con delicadeza. Mira las líneas. Una vez.