La casa en la que Nikolai la retenía no era un hogar.Era un mausoleo de recuerdos podridos.Había oído rumores muchos años atrás, susurros sobre un lugar al borde del bosque, aisladodel resto del mundo,donde hombres del mundo criminal se reunían para embriargarse y participar en orgías,fiestas grotescas para la élite corrupta, donde las paredes eran testigos mudos de torturas y horrores inconfesables. Incluso ahora, que las habitaciones habían sido adornadas con flores frescas y cortinas nuevas, el aire seguía oliendo a miedo rancio, a sexo desenfrenadoy a sangre vieja.¿Quien iba a imaginar que esa macabra propiedad perteneciera a un hombre que se iba a obsesionar con ella?Svetlana sentía el horror en cada respiro. Lo veía en las pequeñas grietas de las paredes, donde la pintura no lograba ocultar manchas antiguas. Lo oía en el
El comedor, amplio y lujosamente decorado, parecía demasiado grande para solo dos personas. La luz cálida de la araña de cristal bañaba la larga mesa de madera oscura, donde platos de porcelana y cubiertos de plata brillaban como armas al acecho.Nikolai comía despacio, observándola con esos ojos que parecían ver más de lo que ella quería mostrar.Svetlana bajaba la mirada hacia su plato casi intacto, sintiéndose como una mariposa atrapada en una red invisible.—Te ves hermosa esta noche —murmuró él, con la voz tan suave que la piel de Svetlana se erizó—. Sabes lo mucho que me gustas, ¿verdad?Ella no respondió. Su estómago estaba hecho un nudo, como siempre que compartían esos momentos donde las palabras eran dagas disfrazadas de seda.Nikolai sonrió ladeando la cabeza, como un depredador que disfruta acechando a su presa antes de devorarla.»¿Qué piensas cuando me miras así? —preguntó él, dejando la copa de vino en la mesa con un golpecito seco.—Nada —respondió ella rápido, demasia
—¡Suéltame, maldito loco! —gritó ella, con la voz desgarrada de terror y rabia.Y entonces, con la precisión del pánico, le dio un rodillazo directo entre las pelotas.El golpe fue brutal.Nikolai dejó escapar un alarido, cayendo de rodillas, sus manos volando instintivamente a su entrepierna, y el rostro torcido en una mueca de dolor agónico.Svetlana no esperó.Corrió.Corrió como si su vida dependiera de ello, que de hecho, dependía.Sus pies descalzos golpeaban el mármol, resbalaban en las esquinas, subió las escaleras casi de rodillas, tropezando, jadeando, con las lágrimas cegándola.Llegó a su habitación, cerró la puerta de un portazo y echó el pestillo temblando.Se dejó caer al suelo, sollozando, con la espalda contra la puerta.Sus manos aún temblaban, su garganta ardía, el corazón parecía a punto de estallar.Pero la sensación de seguridad duró apenas segundos.Porque escuchó los pasos.Pasos pesados, arrastrados, ascendiendo por las escaleras.La risa.Esa risa enferma, de
La ciudad latía con una indiferencia brutal, ajena a los monstruos que caminaban bajo su piel.Entre ellos, esa noche, había uno diferente.Dante.Salió del vagón del metro en la estación Taganskaya, disfrazado de uno más: abrigo largo negro, gorra baja, bufanda cubriendo la mitad de su rostro.Su paso era medido, sin apuros, como el de un hombre con deudas comunes y sueños rotos. Invisible en la miseria cotidiana.El chip de localización implantado en su cinturón vibró apenas.Una señal.Erik, desde Islandia, confirmaba:—Zona segura. Ningún rastro en cámaras públicas.Dante no respondió.Caminó hacia una salida secundaria de la estación, subió las escaleras agrietadas donde la pintura vieja se caía a pedazos, y emergió en un callejón húmedo que a
Un crujido.Un susurro de pasos en la piedra.Svetlana apenas levantó la cabeza, un movimiento torpe, como de un pájaro herido.Entre las hebras sucias de su cabello, los ojos, hundidos y desbordados de lágrimas viejas, divisaron una figura acercándose.Al principio no entendió.El cerebro, empapado de dolor y vacío, tardó en registrar lo que veía.Un hombre.Alto.Oscuro.Caminando hacia ella como una sombra arrancada del infierno.Su corazón, ese traidor latente en su pecho, quiso latir más rápido, pero su cuerpo ya no respondía bien.Sólo pudo mirarlo.La figura se arrodilló frente a ella.Levantó una mano —una mano temblorosa, casi temerosa— para apartarle con infinita suavidad un mechón de cabello de la mejilla sucia.Los ojos negros, esos ojos que ella amaba más que su propia vida, la miraron con una ternura infinita.Dante.Su mente gritó el nombre.Y de su boca
Bang. Bang. Bang.Dante no se detuvo.Sus pasos eran firmes, brutales, una marcha de ejecución. Disparaba mientras avanzaba, cada vez más rápido, cada vez más feroz, cada vez más fuera de sí.Las balas de Dante atravesaron la madera de la puerta como si fuesepapel, dejando agujeros humeantes.Al otro lado, Nikolai soltó un grito gutural, mezcla de rabia y desesperación. No había escapatoria.Con un último embate, la puerta voló por los aires en una explosión de astillas.Dante irrumpió en la habitación como una bestia desencadenada, pistola en manoylos ojos encendidos en un rojo infernal de odio puro.Nikolai estaba acorralado contra la pared, pálido, temblando.—Ahora ya no eres tan valiente, ¿verdad? —gruñó Dante, avanzando con lentitud.Nikolai intent
La noche caía como un telón de plomo sobre el asfalto agrietado del aeropuerto privado. Las luces de las pistas parpadeaban como luciérnagas eléctricas, distorsionadas por la llovizna fina que comenzaba a caer, dándole al ambiente un aire de película de guerra.El convoy irrumpió en el perímetro a toda velocidad. Cuatro camionetas blindadas, negras, con vidrios ahumados y placas falsas, avanzaban como un enjambre sincronizado. Dante iba en la delantera, sosteniendo aún a Svetlana contra su pecho.—Cinco minutos —dijo Erik desde el asiento del copiloto, con la mirada clavada en el reloj táctico de su muñeca—. El avión ya está en la pista.Dante no contestó. Su mandíbula estaba tensa, su mirada perforaba la oscuridad. Afuera, varios hombres de su equipo ya estaban desplegándose, revisando el perímetro, las torres, los hangares. Todo debía estar despejado. Todo debía estar bajo control. Pero algo… algo no encajaba.Un escalofrío reptó por su columna.—Todo está demasiado tranquilo —murmu
El jet tocó suavemente la pista del aeropuerto privado en Calabria, con el sonido de las turbinas apagándose lentamente como un susurro que quedaba suspendido en el aire. No hubo celebraciones, no hubo fuegos artificiales, solo el crujir de las ruedas al frenar y la silenciosa llegada de un hombre que se creía muerto.Dante Bellandi no necesitaba que el mundo supiera que había regresado. El silencio era su aliado, su mejor arma en ese instante. El aire fresco de Calabria lo recibió, pero él no se detuvo ni por un segundo a saborear ese regreso. Había algo más importante que eso: Svetlana estaba a salvo, y Nikolai seguía respirando, aguardando lo que él le tenía reservado.El amanecer comenzaba a despuntar en el horizonte. Un par de vehículos de lujo esperaban a unos pocos metros del jet, escoltados por hombres de confianza. Ningún ruido innecesario, ningún gesto que delatara su presencia. Solo ellos sabían lo que estaba pasando. Solo ellos, y Fabio, que había sido contactado previamen