La casa en la que Nikolai la retenía no era un hogar. Era un mausoleo de recuerdos podridos.
Había oído rumores muchos años atrás, susurros sobre un lugar al borde del bosque, aislado del resto del mundo, donde hombres del mundo criminal se reunían para embriargarse y participar en orgías, fiestas grotescas para la élite corrupta, donde las paredes eran testigos mudos de torturas y horrores inconfesables. Incluso ahora, que las habitaciones habían sido adornadas con flores frescas y cortinas nuevas, el aire seguía oliendo a miedo rancio, a sexo desenfrenado y a sangre vieja.
¿Quien iba a imaginar que esa macabra propiedad perteneciera a un hombre que se iba a obsesionar con ella?
Svetlana sentía el horror en cada respiro. Lo veía en las pequeñas grietas de las paredes, donde la pintura no lograba ocultar manchas antiguas. Lo oía en el